Como aperitivo, os dejamos las primeras páginas de esta historia para que podáis empezar a poneros en ambiente. Y es que nada va a ser tan fácil como piensa Craig...
Enero de 1883.
Craig golpeó repetidamente el suelo de madera
desgastado con la punta de su bota en un claro signo de impaciencia. Lo único
que necesitaba era repostar suministros y meterlos en las alforjas para así
continuar con el viaje que se le había asignado. En cambio, el tendero estaba
demasiado ocupado como para hacerle caso, inmerso en los infinitos rollos de
telas que mostraba a una señora vestida con tal elegancia que parecía salir de
la misa del domingo.
Se apoyó en el mostrador y observó los tarros bien
alineados en las estanterías mientras que por el rabillo del ojo no perdía de
vista a Edgar. El niño, con su cálido abrigo de piel y las manos en la espalda,
había recorrido todo el almacén de víveres y enseres, deteniéndose a curiosear
frente al barril repleto de herramientas de labranza, donde destacaban las
horcas y las azadas.
Sonrió por lo bajo. Debería estar oyendo sus
lamentos por haberlo obligado a cabalgar durante horas y, sin embargo, todo
eran buenos modales. Aunque tampoco se le pasaba por alto que la vida de campo
le resultaba tan extraña como fascinante, lejos de los caros colegios y
hermosas mansiones de St. Louis. Porque el nieto del mayor Eugene Coleman,
quien comandaba Fort Ridley, era tímido, pero eso no impedía que durante todo
el camino hiciera preguntas sobre la vida militar, la vegetación o las batallas
que había librado contra los indios.
La puerta de la calle tintineó al mismo tiempo que una
ráfaga de aire helado se colaba en el almacén, erizándole la piel de la nuca.
Se trataba de una nueva clienta y Craig se irguió de inmediato, en una postura
mucho más formal.
—Señora… —la saludó, quitándose el sombrero en señal
de respeto.
Ella alzó la vista y se fijó en su uniforme azul, lo
que provocó que esbozara una sonrisa contenida antes de perderse entre las
estanterías.
Era un frío día de invierno en Missouri, con los
campos y caminos cubiertos de una capa de nieve recién caída. Lo más sensato
era permanecer en casa junto al fuego, salvo si uno tenía una misión que
completar, como era su caso. Sin embargo, aquellas dos mujeres dejaban la
comodidad del hogar para realizar unas compras que no parecían urgirles.
¡Mujeres!
Harto de esperar su turno se acercó al mostrador de
las telas.
—Señor, ¿no hay nadie más para atender? —preguntó en
un tono tan profundo como exigente—. Necesito pan de maíz, compota de manzana y
algunas cosas más para poder seguir con nuestro camino.
El hombre asintió, acostumbrado a las demandas de la
clientela.
—No tema, soldado. No me he olvidado de usted.
—Capitán Beckett —lo corrigió en una respuesta
involuntaria.
Iba a añadir
más cuando se vio interrumpido al escuchar dos disparos que sonaron muy cerca, tan
claros como el piar de los pájaros en primavera. Instintivamente puso la mano
sobre su arma y la desenfundó, mientras gritaba al niño:
—¡Al suelo!
Una expresión sombría apareció en su rostro. Su
cuerpo se tensionó y barrió con la mirada el almacén antes de concentrarse en
la puerta. Cuando comprobó que el peligro no era inminente dio unas cuantas
zancadas hasta Edgar y lo hizo esconderse entre los sacos de harina, donde
estaría a salvo de las balas perdidas. Las dos mujeres y el tendero hicieron lo
mismo tras el mostrador.
—¡Cuiden de él! —ordenó a los adultos.
Solo entonces entró en acción.
Gracias a su carrera militar estaba acostumbrado a responder
ante los ataques imprevistos. Su instinto se agudizaba y Craig se volvía tan amenazante
como un depredador. Debería ser distinto teniendo a un niño a su cargo. Su
principal preocupación era él. Sin embargo, su parte de soldado —la que llevaba
impregnada en su piel— era incapaz de rehuir el peligro.
Salió a la calle dispuesto a averiguar la
procedencia de los disparos. En un primer reconocimiento se dio cuenta de que no
había ningún transeúnte, pero no le dio tiempo a bajar los escalones de madera
cuando tres jinetes pasaron tan veloces como un rayo, dejando la marca de los
cascos de los caballos en la nieve.
Meditó sobre sus opciones aprisa. Su instinto le
decía que los persiguiera, pero no sabía qué papel jugaban y podría haber
heridos, así que al final corrió calle abajo, a pie. No tuvo que ir muy lejos. La gente empezó a
arremolinarse frente al Banco e incluso se escuchó algún grito. Se abrió paso a
empujones, molesto porque de repente hubiera tanto curioso, pero al pisar el
interior se encontró con un hombre que yacía en el suelo con un agujero en el
pecho. De él manaba sangre.
Se arrodilló, comprobó que todavía respiraba y se
desató el pañuelo del cuello, haciendo presión sobre la herida. Con la otra
mano palpó el cuerpo para cerciorarse de que no hubiera recibido otro balazo,
pues Craig estaba seguro de haber escuchado dos tiros.
—¡Qué alguien llame a un doctor!
No sabía cuán grave era, pero no presagiaba nada
bueno. Había visto a demasiados compañeros caídos en sus años en el ejército
como para concebir esperanzas. Aunque tampoco podía permitir que la evidente
falta de celeridad que mostraban aquellas gentes fuera la causa de la muerte.
Y por Dios Santo, ¿dónde diantres estaba el sheriff?
Todo apuntaba a que se acababa de cometer un asalto al Banco. Un robo. Era su
deber estar a disposición de los ciudadanos y protegerles frente a cualquier
malhechor.
La ausencia de cualquier representante de la ley era
significativa.
Ordenó al hombre que tenía a su derecha que fuera a
comprobar si había alguna otra víctima. Al de su izquierda le hizo ocupar su
sitio atendiendo al herido. No sabía lo que tardarían el doctor o el sheriff y,
para cuando llegaran los ladrones, podrían estar en cualquier parte.
No podía permitirlo.
Su caballo partió a galope salpicando nieve a su
paso y dejando el pueblo a sus espaldas. Cuanto más se alejaba, más difícil resultaba
avanzar. La nevada de la semana anterior, aun empezando a derretirse,
complicaba la persecución, pero su caballo estaba acostumbrado a ello, incluso
en las condiciones más adversas. No iba a ser fácil alcanzarles, pues le
llevaban cierta ventaja, si bien tenía esperanza. Después de años sobre una
montura sabía con exactitud qué hacer y la perseverancia tenía mucho que ver.
Era fácil seguirles el rastro: las pisadas de los
animales eran reveladoras y, después de una hora de búsqueda, supo que estaba
más cerca. Fue entonces cuando se dio cuenta de la intención de aquellos
ladrones: buscaban el ferrocarril. Debería haberlo imaginado.
Dejar los caballos abandonados a su suerte
resultaría una pérdida económica insignificante en comparación con el botín que
deberían haber robado.
Cuando la idea cruzó por su mente temió que se le
escaparan, así que tomó las riendas con fuerza, se inclinó hacia adelante y azuzó
a su montura para aumentar la velocidad. Si llegaban a subir al tren, los
perdería para siempre.
Era una carrera a contrarreloj.
Tras unos minutos, y con la distancia entre ellos
cada vez más corta, distinguió las figuras que habían sido su objetivo desde
que salió del pueblo. Tres fantasmales jinetes cabalgando contra el viento. A
pesar de la nieve, el sonido de los cascos debió alertarlos. Uno de ellos se
volvió. Entonces dio alguna clase de orden y presionaron a los caballos para
dejarle atrás.
Sin perder tiempo, Craig sacó su revólver Colt del calibre
cuarenta y cinco, apuntó lo mejor que pudo y sin soltar las riendas apretó el
gatillo. Estaba acostumbrado a cabalgar y a disparar al mismo tiempo. Además,
su puntería era bastante buena, aunque el primer intento resultó fallido. En el
segundo tuvo mejor suerte y alcanzó a uno de los bandidos, que se desplomó
sobre la montura. Su caballo entró en pánico y en vez de seguir en línea recta
como hasta ahora torció hacia la derecha, perdiéndose entre el paisaje helado.
El soldado no hizo caso, tenía la mira puesta en los
otros dos que, en un intento por no resultar una diana humana, sacaron sus
propias armas y le apuntaron. Sin embargo, era mucho más difícil disparar de
espaldas que de frente, así que pudo esquivar las balas sin dificultad.
—No podían ponérmelo fácil —masculló para sí cuando
los vio darse la vuelta y luchar de frente como si se tratara de una justa
medieval.
Además, estaba en clara desventaja. Eran dos contra
uno.
Craig, manteniendo la misma sangre fría que hasta
entonces, detuvo el caballo sabiendo que la distancia era su mejor aliada. No
era un cobarde, tenía una Medalla al Honor por salvar la vida de un compañero
en circunstancias tan desfavorables como esa, pero en ese preciso momento, uno
de los bandidos le dio a su caballo, que lo tiró al suelo en un abrir y cerrar
de ojos. Por suerte, la nieve amortiguó la caída. Al instante se apartó rodando
para que no lo aplastara y contratacó con una serie de disparos. Tocó a uno en
la pierna y este comenzó a aullar por el dolor.
—¡Maldito hijo de perra! —bramó iracundo.
El soldado se dio cuenta de que era un blanco fácil.
En una fracción de segundo evaluó las opciones que, siendo realista, eran
pocas. Había algún árbol cerca, tan delgado que no sería capaz de resguardarle,
así que a rastras se acercó a su caballo, que yacía en el suelo todavía con
vida, y se protegió tras él. Asomó la cabeza con cautela y observó cómo sus
atacantes intercambiaban unas palabras tras haber detenido su avance. Seguro
que estarían planeando el modo de acabar con él. Si conseguían llegar hasta su
posición, les sería muy fácil matarlo.
Tenía que impedirlo.
Fue entonces cuando comenzó la lluvia de disparos a
modo de respuesta. Craig, recordándose que todavía no era su hora, sacó su
rifle de la funda con cuidado, justo detrás de la silla de montar, y apuntó al
ladrón que se mantenía de una pieza, alcanzándolo de lleno. Su puntería no
parecía resentirse dadas las circunstancias adversas y se sintió orgulloso por
ello. Además, habían sido demasiado lentos en tratar de abatirle o tal vez
menospreciado sus posibilidades.
El que quedaba en pie, el de la herida en la pierna,
reaccionó nublado por la rabia. Espoleó el caballo hacia él y lo sitió con una
nueva ráfaga de disparos. El soldado advirtió cómo las balas pasaban silbando a
su lado, por lo que puso sus cinco sentidos en acabar con él. Cuando ya lo
tenía encima apretó repetidamente el gatillo hasta descargar todas las balas
sobre su cuerpo.
No respiró hasta haberlo derribado y se palpó el
hombro por debajo del abrigo donde creía tener una herida.
Nada, estaba limpio. No habían conseguido tocarlo.
Cerró los ojos con alivio y lanzó una carcajada; una
carcajada profunda y duradera.
Con las rodillas entumecidas se levantó despacio, se
sacudió la nieve de encima y comprobó que el primer hombre estuviera muerto.
Luego inspeccionó su caballo en busca de alguna evidencia de su delito, pero no
había nada. Se acercó al segundo y lo registró. Dos pequeñas bolsas de cuero
estaban llenas de fajos de billetes, aunque no era tanto como había esperado.
Se preguntó si el caballo huido también tendría parte del botín, pero eso ya no
entraba en sus planes. Lo único que debía hacer ahora era esperar que el
sheriff o sus hombres fueran a por él. Después, terminaría su misión y podría
volver a Fort Riley. Así de fácil.